domingo, 12 de junio de 2011

Capítulo uno - Polvos de sueño. (Continuación)

Tras el choque del encuentro paternofilial, se despertó algo mareado. Quizás por el largo y extraño sueño fuera de entendimiento que no tenía cabida alguna en la lógica. Un sueño, sí, acostumbran a no tener sentido. Pero... ése era distinto. Ese sueño era más extraño de lo común. No por extravagancias ni cosas sumamente inhumanas, sino porqué vio algo, que jamás podría haber visto. Vio a una persona que jamás había conocido. Cuan intrincado debe ser el mecanismo del cerebro humano. ¿Cómo puede el Príncipe de la Ignominia haber soñado con su padre? Con alguien que jamás conoció en persona, que jamás escuchó ni oyó hablar. Con alguien que jamás tocó, que jamás abrazó. Con esa persona tan querida que no se había manifestado en su mente hasta ahora. Al menos no de una forma tan física, tan sólida.
Sólo había pensado en él como un fantasma, como un ente vacuo y quimérico.
Por eso, esa misma tarde fue raudo al desván, donde conservaba no muy bien el óleo de su padre.
Y allí estaba, tal y como recordaba excepto por un pequeño matiz. La pintura se había desgastado bastante desde la última vez que vio el cuadro. Tanto que la parte de abajo a la izquierda del cuadro apenas se veía.
En esa parte, el padre de nuestro personaje sostenía un objeto. El Príncipe de la Ignominia no recordaba bien lo que podía ser. No lograba acordarse de aquel pequeño pero importante matiz. De aquello que sostenía su padre. Algo que se le hacía cercano y familiar.
En el cuadro se podía admirar a un hombre de mediana edad sujetando un objeto con su mano derecha cerca del bolsillo del pantalón. Era un hombre elegante, con un porte semblante a un barón.
El Príncipe de la Ignominia enseguida pensó que seguramente eso desagradaría a su padre, pues el odiaba a la gente clase alta. Prefería vivir en la sombra, aunque su trabajo no se lo permitiese.
Después de ir a buscar el cuadro lo colgó en el salón, justo enfrente del piano. Para así, cada vez que se sintiese triste, buscar consuelo en el rostro de su padre y los gemidos de placer de las teclas del piano.
Apartó un par de estanterías para hacer espacio suficiente como para colgar el retrato. Y finalmente, quedó completamente encajado en medio de aquellas dos estanterías. Perfectamente cuadriculado, como si estuviese estipulado que debía ponerse ahí.
Cuando acabó de colocar el cuadro, se sentó en su banqueta. Se dio cuenta una vez más que estaba coja, y aprovechando que se habían caído un par de libros cogió uno y lo puso bajo la pata coja de su banqueta.
El otro lo dejó sobre el piano, ni muy al filo, ni dentro del piano, en un equilibrio justo.


Inquieto por el silencio de vivir solo, siendo tan asocial como en un día lo quiso ser su padre, fue a la cocina a buscar algo de comida a la despensa. Solo tenía un par de barras de pan así que cogió la mitad de una y se hizo un bocadillo de jamón serrano. Se hizo un pequeño corte en el dedo corazón de la mano derecha, pero con un trapo limpio y un poco de alcohol lo desinfectaría rápido.
Después de eso, se dirigió al salón y se sentó en su butaca, adquirida hace un par de meses.
Se puso a comer pensando en que había hecho para que tan mal le tratase la vida, el sino, su destino. La muerte de sus familiares y recientemente, la de su madre. La única persona con la que hablaba, la única con la que tenía relación.
Vivía desolado, sin razón alguna para mantenerse con vida, pero aun y así, quería seguir viviendo. Con un corazón resquebrajado, roto, pero lleno de fuerza y paciencia para reconstruir su mundo, su casa, su existencia misma. El Príncipe de la Ignominia no podía parar de reír pensando en su situación. No se podía tomar la vida de otra forma. Quizás se estaba volviendo un neurótico, un psicópata, o tal vez era él mismo la causa de su agonía y su tristeza. 


La soledad es la suerte de todos los espíritus excelentes. 
Arthur Schopenhauer



Ensayo de una novela no escrita - Shylock Martínez Nocete

jueves, 9 de junio de 2011

Capítulo uno - Polvos de sueño.

Tal vez por inspiración, tal vez por gusto, o tal vez por nerviosismo. O, tal vez incluso, por una mañana triste y tediosa donde su alma le pesaba más que su cabeza, donde sus manos y sus dedos parecían las manos y los dedos de un pianista, de un asesino de notas en serie. De aquel que con sus manos atoraba los dedos sobre las teclas, matando con un leve movimiento al silencio, dejando caer las notas, moribundas, agonizando de sonido sobre el aire. Y así, con el espíritu del músico bohemio, abrió la tapa caoba del antiguo pero conservado piano que su abuelo, antes de yacer eternamente, le dejó en posesión.
Se sentía complacido oyendo morir a las teclas a su merced, calculando el pulso preciso del tacto de sus dedos sobre las pálidas teclas, moribundas de placer.
Del placer harmonioso de las dulces melodías que el Príncipe de la Ignominia acometía con sus manos y dedos, ante la desidia de una mañana fría y apagada, una mañana en la que nuestro personaje, pretendía encontrarse, buscar en sus recuerdos y encender la inocente mirada del niño de treinta y siete años que seguía siendo. De aquel infante con sueños y cicatrices rotas. De lámparas apagadas y cenizas donde ayer acaeció fuego.
Nuestro Príncipe de la Ignominia se sentía deshonrado, sin razones para seguir siendo el que era. Mientras acariciaba la taza de café, que se había quedado fría. Lentamente, se acercó la taza a la nariz, para que pudiese entrar por sus fosas nasales el agrio olor a café, semblante al sabor del resentimiento. Pero sorprendido, se asombró de la sustancia con la que había bañado su café.
No era azúcar, pero tampoco sal, tampoco harina ni sal de frutas. No era blanco, pero tampoco negro, no oscilaba entre ninguno de los dos colores, ni siquiera parecía tener color, era algo extraño, algo como de otro mundo, algo que le invitaba a abrazar la taza con sus labios, a beber de la fría copa sentado en su banqueta coja.

Polvos de sueño... algo onírico, completamente onírico, algo aparentemente invisible a la vista de cualquier urbanita y semejantes, pero con el mismo efecto para todos, la búsqueda y encuentro de uno mismo viajando por el subconsciente, el reino de Oníria.


Cuando el Príncipe de la Ignominia despertó, se dio cuenta de que había derramado el café restante de su taza sobre la parte interior del piano. El corazón de la bestia, allí donde los martillos aporreaban a las cuerdas esa misma mañana, donde el silencio huía y dejaba paso al sonido melancólico cargado de tristeza. Un sonido como de réquiem, pero dulce al oído de nuestro personaje.
Cuándo éste se despertó, eran las cuatro de la tarde, o al menos eso marcaba su reloj de bolsillo. Aquel antiguo reloj de bolsillo de su padre, con una fotografía de una rueda de madera. Una rueda de madera, que, como si fuese un reloj, a partir de la mitad de la rueda, es decir a las seis, la rueda se volvía gris, y dejaba el tono marrón avellana del principio de la rueda abandonado.
Nunca lo ha entendido, nuestro personaje lleva años con ése reloj y nunca ha llegado a comprender la ilustración de la fotografía. Y cree que nunca la llegará a entender.
Tal vez, es porqué su padre, que era un conspicuo fotógrafo, fue quien tomó la imagen.
Era un hombre sabio, al menos, eso le decía su madre. Era alto, moreno y siempre iba con unas largas patillas que le llegaban hasta la perilla, donde nunca dejaba crecerse el acabamiento de la barba. Tampoco llevaba bigote, pues creía que eso era de aristócratas y de cerdos adinerados. Un gran hombre, agnóstico y no creía en ninguna forma de poder político.
Además, tenía una buena planta y se consideraba a él mismo un erudito.
Le encantaba escribir poesía, era una de sus grandes pasiones ocultas. Pasión que solo el Príncipe de la Ignominia y su madre conocían.

Y eso fue lo que sucedió en Oníria, el encuentro.
No un reencuentro, sino un encuentro, ya que el Príncipe de la Ignominia jamás conoció a su padre.
Sólo sabía de él lo que su madre y su abuelo le contaban.
Sólo conocía su rostro por fotografías y un óleo casi terminado.

Y, esa mañana, se encontró con él, le pudo abrazar en los reinos de Oníria. El Reino del todo es posible. Donde lo imposible es imposible que pase. Haciendo así que todo sea posible. Un reino lleno de sueños. Un reino donde fantasmas e ilusiones muertas pueden ser avivados, resucitados, haciéndolos materiales por un sucinto instante.


Tras el vivir y el soñar, está lo que más importa: el despertar.
Antonio Machado



Ensayo de una novela no escrita -  Shylock Martínez Nocete